Calle Valle Inclán, 8. Barrio del Oeste, Salamanca

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El Rastro nace en la Plaza del Oeste

Aunque el Rastro de Salamanca está instalado actualmente en el recinto de La Aldehuela, tuvo su origen en la Plaza del Oeste.

«Una vez registrada la  Asociación de Vecinos y  con el fin de darnos a conocer, hacer algo original y sacar algunos fondos, nos propusimos hacer un rastro en la Plaza del Oeste en 1979. Para ello, se pidió permiso al Ayuntamiento, pero no lo concedieron. No obstante, como estábamos a pocos meses de que hubiera Elecciones Municipales, seguimos en nuestro empeño sin permiso y no se atrevieron ya a meterse con nosotros y suprimirlo. Para darlo a conocer, nos íbamos al Barrio de Garrido, entre otros lugares, a hacer pintadas en las tapias diciendo: Domingo, Rastro Plaza del Oeste», cuenta Carmen García Rosado, una de las fundadoras de ZOES.

Y allí iba la gente acudiendo poquito a poco. La propia Asociación vendía algunas cosillas como cactus y pequeñas plantitas en vasos de plástico blancos que limpiábamos procedentes de la cafetera de un colegio y que después vendíamos a cinco pesetas. Los críos llevaban tebeos y cromos, una persona que hacía casas pequeñas de escayola y pintadas de colores también colaboraba,se cedían discos, cassettes, monedas, etc.

Así mismo, se «vendía», por la voluntad, la revista del barrio. Con las Elecciones Municipales, la Corporación- presidida por Jesús Málaga- nos concedió el permiso de venta en rastro e incluso cortaban la circulación en los aledaños. Pero, eso sí, cobraban una pequeña tasa a los vendedores. De esta manera, comenzaron a ir algunos vendedores ambulantes con furgonetas, y al cabo de un año la cosa se fue extendiendo hasta ocupar toda la Plaza del Oeste, la plaza del barrio. Las ventas debieron ser importantes para aquellos tiempos, de forma que los puestos se extendían ya por las calles radiales a la Plaza, de tal manera que incluso llegaron a producirse algunos inconvenientes con entradas a garajes que se obstaculizaban, demasiados ruidos, imposibilidad de circulación peatonal a pesar de que siempre estaba presente la Policía Municipal.

Vídeo con imágenes tomadas en 1979, cedidas por el archivo fotográfico de La Gaceta Regional.

«Recuerdo perfectamente que una de las primeras veces para atraer gente actuó el grupo de música andina Al Ándalus. Más tarde participé con algún pequeño puesto con mesas de camping como muestrario. El último de cintas de TDK grabadas una a una de vinilos, con los títulos escritos con letras de plantillas de regletas, no había ordenadores, dentro los títulos a máquina de escribir. Luego a a las 3 y pico la subasta de la cigala de la paella en el bar el Rastro que todavía sobrevive… pero eso era ya a mediados de los ochenta.»

«Empezaron a cobrar 10 duros por metro cuadrado, a pintar las rayas de los puestos (había riñas) «Este es mi sitio, yo he llegado antes, pero yo llevo aquí 1 año….El torito bravo del Fari, a todo trapo en los puestos de cintas, el olor a fritangas de los bares, los regateos. En fin, lo que deberia ser un rastro con sus antigüedades, quincallería, e idisioncracia.»

Traslado del Rastro a la ribera del río

Cuando fue alcalde Fernando Fernández de Trocóniz, el Ayuntamiento se planteó trasladar de lugar el Rastro y así se hizo con la consiguiente polémica por parte de los vendedores y sobre todo por los bares y comercios de la Zona que se quedaban sin vida. Lo cierto es que allí era imposible seguir con el Rastro.

Y se trasladó a la ribera del río ,donde se mantuvo unos años, hasta su traslado definitivo a la Aldehuela donde ya el gran espacio permitía una mayor comodidad tanto a vendedores como a compradores. Entonces ya el lugar quedó constituido definitivamente como un Rastro con todas las de la ley. Y a la vista de tantas ventajas, no sin algunas quejas iniciales, quedó tal como hoy lo conocemos.

Alma de Barrio, por Felipe Pérez Martín

Alma de Barrio, contado por Felipe Pérez Martín nos remonta al 14 de febrero de  1988, cuando El Rastro desaparece de su lugar de origen Plaza del Oeste:

«Es cierto que, con apenas diez años, un niño no es consciente de muchas cosas todavía, pero, sin embargo, siempre hay sucesos, momentos, frases o detalles que quedan grabados para siempre en su memoria.

Eran otros tiempos, aunque no tan lejanos como parece, corría el año 1988 (14 de Febrero para ser más exactos), aunque ese día la noticia no eran los novios, ni los enamorados. Ese día fue para muchos el San Valentín más triste de nuestras vidas. Aquel fatídico día y los siguientes, como cita textualmente La Gaceta Regional “Una polémica decisión iba a hacer correr ríos de tinta en la ciudad durante los meses siguientes…” El periódico hablaba de recogidas de firmas, de frentes comunes entre vendedores, vecinos y hosteleros, de acabar con una tradición de más de una década, de graves incidentes en la plaza del Oeste … Como digo, cosas quizás que un niño de diez años no entendiera, pero que años más tarde hicieran mella en su nostalgia.

Puede que ya no tenga importancia, ni siquiera validez. Por supuesto no pasará a los anales de la historia, ni ninguna editorial lo convertirá en un best-seller, ni tampoco será llevado a la gran pantalla. Pero como toda buena leyenda, durará y perdurará por los siglos de los siglos y correrá de boca en boca, de generación en generación. Yo tan solo espero ser un mero (pero fiel) narrador de los hechos tal y como sucedieron, o mejor dicho tal y como yo los recuerdo como otro niño más de aquel barrio…

Cuando finalmente pasó todo y llegó la “paz”, olía a esa paz que habita en las prisiones y en los cementerios, cubierta por una mortaja de silencio que apenas se ve pero que penetra en el alma. No había manos blancas ni miradas inocentes, puedo asegurar que todos los que estuvimos allí llevaremos ese recuerdo para siempre en la memoria.

Ya no queda casi nadie de los de antes, y los que hay no volvieron a hablar de lo que ocurrió, como si lo hubieran desterrado al rincón más recóndito de su memoria. Con los dedos de una mano se pueden contar los resquicios de lo que un día fue aquel barrio: el Barrio del Oeste.

El barrio era como una gran familia, donde podías encontrar de todo. Sus abuelos (en sentido cariñoso), con las historias de abuelos, los bares para abuelos y la tienda de ropa para abuelos. Los jóvenes con sus historias de jóvenes, sus bares para jóvenes y su tienda de ropa para jóvenes.

Y por supuesto los niños con su pelota, su calle y obligados a respetar lo que dijeran sus mayores. Por lo demás teníamos lo necesario para poder establecernos como un barrio. Una panadería, principal tarea de ayuda en la casa para los niños: la de ir a por el pan. Un colegio con comedor –de gran utilidad para unos padres que debían trabajar casi todo el día fuera de casa–, un quiosco –imprescindible en todo barrio que se precie–, una iglesia, una farmacia, una peluquería, una tienda de ultramarinos –donde a partir del día veinte de cada mes todo se dejaba a deber hasta primeros del mes siguiente–, y sobre todo teníamos nuestra plazoleta. Punto neurálgico y pulmón de nuestro barrio. Como toda gran familia tenían sus desavenencias y sus riñas. Los abuelos por los juegos de cartas o por el dominó. Los jóvenes discutían sobre todo por las chicas, tanto por las del barrio como por las de los alrededores o por las del centro. Y los niños reñían por ganar a la pelota, las chapas o las canicas. Eran riñas cariñosas (casi obligadas) y se saldaban con facilidad. Las de los primeros con una ronda de vinos que invitaba la casa, las de los segundos con algún ojo hinchado y las de los niños con un tirón de orejas. Al igual que se reñía por unas cosas, a cada “grupo” les unían otras. A los mayores la iglesia, aunque yo sigo creyendo que era más por el aperitivo de después de misa en el bar. A los jóvenes les unía sin duda el disco-bar. No sólo porque daba los partidos de futbol, también porque trajo al barrio el revolucionario invento del billar y el futbolín. Incluso poco tiempo después la máquina de petaca y por fin algo increíble para nadie en aquel tiempo, la primera máquina de marcianitos.

A los niños, sin embargo, les unía el colegio, al que veían como un paraíso con rejas donde tenían de todo, libros para poder estudiar o leer, pelotas, gomas elásticas, una cancha de fútbol y otra de baloncesto, una zona de recreo con columpios, e incluso una gran fuente de cemento que solo encendían una hora al día para evitar que los niños cogieran alguna pulmonía, debido a las guerras de agua que se preparaban. Al colegio íbamos o habíamos ido todos los niños del barrio. Tengo que decir que la “violencia” no existía en el barrio, era un bien común y necesario. Las madres y padres trabajaban duro para llegar a fin de mes y descargaban su impotencia con gritos y broncas en nuestros hermanos mayores, y estos, de manera concomitante con nosotros. Cualquier madre podía reñir o soltar un cachete a cualquier hijo (fuera suyo o no) que estuviera haciendo una travesura. Podías ir a cualquier parte, siempre que fueras con un hermano mayor (fuera tuyo o no), incluso podías entrar en casa de tu vecina como en la tuya propia. Había una especie de pacto sagrado “no escrito” sabido por todos, donde parecía no existir la propiedad privada. Si tenías una bicicleta, era para el barrio, tu primer coche era para el barrio también. Los novios y novias cambiaban de unos a otros por temporadas y por supuesto los chismes de cada casa eran de dominio público. Hoy puedo asegurar casi sin temor a equivocarme, que fuimos una generación con suerte, fuimos la última generación que tuvo alma de barrio ya que todos nos conocíamos y jugábamos en la calle a unos juegos que hoy, apenas una década más tarde, parecen de la prehistoria como el clavo, las canicas o las chapas. Además de aquel espíritu de confraternidad que raramente ofrece la vida a esas personas que a sabiendas pero sin decirlo luchan y padecen por los mismos problemas, había una cosa por encima de todas que nos unía a todos, incluso me atrevería a decir nos evadía por completo de nuestras miserias. Aunque fuera solo por unas pocas horas, nos sentíamos como un pájaro al que dejan la puerta abierta, o un preso que alcanza la libertad, por unas horas éramos felices, y todo gracias al Rastro.

¡Era Domingo! Ya podía haber estallado otra guerra civil, o haberse partido el cielo en dos durante la semana, el Domingo era sagrado en el barrio. No solo porque la gran mayoría no trabajaba (que también) sino porque todos los padres, hermanos e incluso los más pequeños del barrio bajábamos previo sermón parroquial a dar un paseo por el rastro.

De cientos de lugares distintos e incluso de fuera de la ciudad llegaban hasta el barrio decenas de personas con multitud de artilugios de todas clases, que desde bien temprano se afanaban por colocarlos en mesas o estanterías y así hacer de su puesto el más vistoso o el mejor preparado.

No solo los vendedores se preparaban, el barrio entero se engalanaba y todos lucían sus mejores galas, para llegada la hora punta (a eso de la una del mediodía) poder codearse y alternar con las demás personas que llegaban desde otrros barrios más ricos e influyentes hasta el nuestro, dispuestos adquirir la última novela de Bianca y Jazmín, comprar un plato de cerámica, alguna antigüedad o escuchar el último casete de Los Chichos.

Las madres se pintaban y peinaban como si fuera el único día permitido, sacaban el traje de los domingos para sus maridos y planchaban su mejor camisa. Lavaban y vestían a sus hijos con una conciencia superior a la del resto de los días y todos juntos bajaban a la iglesia con una sonrisa en la cara difícil de atisbar cualquier otro día de la semana, sintiéndose cada familia la más feliz y orgullosa del mundo. Se miraba de reojo los grandes coches o lujosos modelos de la gente más rica venida desde el centro, aparentando una indiferencia que muy pocos –tal vez ninguno– tenían. Una vez dado el paseo por el rastro manoseando todo, preguntado cien precios, regateando mil veces y generalmente sin comprar nada llegaba el turno del tapeo. Se empezaba por un lado de la plaza y se acababa en el otro extremo, haciendo parada en cada bar. Normalmente se hacía siguiendo la dirección de las agujas del reloj.

Aunque esta circunstancia no era “obligatoria”, el resto del ritual sí lo era. Primero entrábamos los niños en tropel, a continuación las madres y por último los padres, musitando unas y fanfarroneando otros. Butano de naranja y pincho de jeta para los más pequeños, claras, vinos o vermú para los mayores, que tras despacharnos con una escasa paga comenzaban su particular tertulia.

El murmullo y los corrillos no tenían el tono alegre y distendido de otros días (quizás cargante a medida que pasaban las rondas). Aquel domingo no había palmaditas en la espalda, ni halagos a las mujeres, ni tan siquiera se bromeaba por el equipo de fútbol contrario. Ese día todo eran cuchicheos y preguntas.

— Te has enterado ya?
— ¿Pero, ya es seguro?, ¿para cuándo?

Al principio los niños no nos enteramos pero a medida que pasaban las horas y los padres hacían caso omiso a nuestras peleas, lloros y demás alborotos, nos dimos cuenta de que realmente pasaba algo grave, así que nos callamos y nos fuimos acercando sigilosamente alrededor de ellos sin decir ni pío, pues sabíamos diferenciar claramente cuando había una gran tensión en el ambiente y lo que podía acarrear que abriéramos la boca en tal situación, simplemente nos limitamos a escuchar. Enseguida empezó a crecer la bola y a tergiversarse los hechos, mejor dicho “el hecho”.

— A mí me lo ha dicho Rubén, el peluquero.
— Pues yo he oído decir a Manolo el del Bonanza que ya les han avisado los municipales.
— En la tienda, cuenta Longinos que mañana saldrá en La Gaceta.
— Pedro el del garaje, asegura que van a venir hasta los del telediario, pero ese, ya se sabe…

Los niños nos mirábamos atónitos sin entender de qué podían estar hablando, hasta que el inconfundible chirrido de la puerta acalló aquel tejemaneje de dimes y diretes. Tras aquel chirrido apareció Pablo. Pablo, creo, era hijo de un estudiante sudamericano aunque no estoy muy seguro. Vivía en el barrio con su madre, a raíz de que su padre los abandonara cuando acabó la carrera de medicina y volvió a su tierra. Era muy querido y respetado por todos, siempre estaba de aquí para allá con sus libros, además trabajaba en el ayuntamiento aunque no se sabía exactamente en qué y encima estaba metido en política en algo de los verdes o una cosa parecida. Al cruzar el dintel de la puerta se hizo un silencio sepulcral, todos lo travesamos con la mirada hasta que al fin alguien se atrevió a preguntarle:

— ¿Es cierto que se llevan el rastro a otra parte?

La pregunta quedó flotando en el aire como el eco de un disparo. Pablo sintió un escalofrío por todo el cuerpo, podía sentir la mirada de los allí presentes como si estuviéramos a punto de presenciar una decapitación y fuera su cabeza la que se exponía a la guillotina. Creían que por ser
funcionario tendría la obligación de saber qué iba a pasar con nuestro rastro. Ha aquel momento no era consciente de la importancia de la pregunta y mucho menos de la respuesta. Acabar con el rastro no sólo entrañaba que esa especie de burbuja en la que nos sumergíamos los niños cada domingo se fuera al traste, era mucho más. Muchas familias vivían casi exclusivamente del rastro. Además de los vendedores que lo componían, el rastro daba trabajo a muchos jóvenes del barrio, permitiéndoles un dinero extra (quinientas pesetas, un bocadillo y una coca-cola) muy superior a la mayoría de las pagas de la época, con el cual poder permitirse un capricho. Los bares del barrio, que no eran pocos, daban diez veces más comidas, cañas, pinchos, pollos asados y chanfainas que el resto de la semana. El quiosco vendía toda la prensa y cientos de sobres con cromos de la colección que estuviera de moda. Los taxistas traían y llevaban pasajeros sin parar, la pastelería tenía el doble de encargos que cualquier otro día… y así decenas, centenares de personas que directa o indirectamente vivían de aquel rastro.

¿Cómo era posible que fuera a desaparecer de nuestro barrio?
Puede que exagere, pero para mí era el sitio perfecto para un rastro. Una calle suficientemente ancha y larga con una plazoleta en medio para poder exponer los puestos y visitarlos sin aglomeraciones, un barrio céntrico, accesible para todo el mundo y rodeado como he dicho de decenas de bares, quioscos y comercios volcados con tal evento. ¿Por qué querrían llevarse el rastro de allí?

Pablo comenzó hablar, más bien a titubear una respuesta que sabía de sobra que nadie deseaba escuchar.

— Me parece que quieren buscar otra ubicación para el rastro, no quieren quitarlo, solamente
van a cambiarlo de lugar.
— A cambiarlo de lugar –repitió con su vozarrón Florentino el fotógrafo– ¿y dónde piensan
llevarlo?, preguntó.
Parece ser que molesta a los propietarios de ciertos garajes, pues no pueden retirar sus coches los domingos hasta que no finaliza el rastro y han llegado algunas quejas que… respondía
Pablo cada vez más sofocado ante aquel tribunal inquisitorio improvisado.
— Pues yo tengo garaje y a mí no me molesta para nada –intervino Agustín, que como era el carnicero del barrio parecía que su opinión tenía que ser importante.
— También me ha parecido escuchar que interesan ciertos solares de la plazoleta para construir pisos y locales, seguía diciendo Pablo cada vez con un hilo más fino de voz, pero no es seguro, yo solo digo lo que se comenta por el ayuntamiento, intentaba excusarse ante aquella plebe cada vez mas enfervorizada.

De repente un gran estruendo de sillas, mesas y vasos rotos contra el suelo interrumpió aquella “tertulia”. El ruido provenía del fondo del bar y su responsable no era otro que e señor Carlos, que estaba tranquilamente escuchando la conversación, cuando resbaló del taburete y se estrelló contra el suelo. El señor Carlos era un cincuentón que vivía en el barrio con su hermana Geli la pastelera. Era un hombre regordete, bajito y bonachón, que siempre iba con tres vinos demás pero que jamás se metía con nadie, si no era para pedir ayuda con la puerta de portal. Todos los niños nos apresuramos a ayudarle pues le teníamos un interesado cariño especial (casi todos los días que le saludábamos con un “hola señor Carlos”, el hombre rebuscaba en su pantalón y nos soltaba cinco duros con una extraña alegría con tintes de nostalgia).
Cuando logramos incorporarlo, se sacudió los pantalones y se colocó la chaqueta. Se encaminó hacia la puerta abriéndose paso mientras se dirigía a todos con ese tono de voz extrañamente alegre:

— ¡Seguro que el domingo se llevan el rastro y vosotros no hacéis nada mendrugos!

Yo incluso me llevé las manos a la cabeza antes de verlo salir del bar, pensaba sinceramente que ahora escucharía al séptimo de caballería o los cañones de Napoleón o un trueno aterrador, preludio de una gran tormenta, pero nada de eso pasó. Todos se callaron y desviaron la mirada hacia otra parte sin que ninguno se atreviera a decir nada, a pesar de que todos tenían en mente las palabras del señor Carlos y una misma pregunta:

¿Qué iban a hacer ellos si se llevaban el rastro? Por supuesto no fuimos los niños los que rompimos aquel sepulcral silencio, mejor dicho no fue nadie, más bien se fue calmando solo a medida que padres e hijos fuimos desfilando cada uno para su casa sumidos en el grave problema que inundaba al barrio y sobre todo en la incierta solución que se atisbaba. La semana siguiente antes del “posible desalojo” no fue para nada igual a las demás. No había otro tema de conversación, el rumor ya se había propagado por todo el barrio como un virus y salpicaba cualquier rincón. Por un lado las madres que se cruzaban en las tiendas o esperaban turno en la peluquería…

— Pues yo pienso bajar con mi marido y decirles cuatro cosas bien dichas -se estiraba Angelines para que la oyeran bien.
— Pues yo no voy a quedarme de brazos cruzados, estaría bueno -comentaba Incolaza, que a pesar de oír poco se apuntaba a todos los saraos.
Y así una detrás de otra desgranaban y pavoneaban todas la reprimenda que tenían pensado decirle al señor guardia en cuanto le vieran aparecer.
Por los bares del barrio los hombres también replicaban lo suyo:
— E rastro no se lo llevan mientras este yo aquí, decía Luis “el mandamás” y cuidado que este era bruto, aunque buen mecánico.
— Ba, ba, ba pamplinas, balbuceaba el señor Eduardo con su purito apagado en una mano, y el transistor en la otra (pues no pensaba separarse de él en toda la semana por si decían alguna noticia).
— Diga usted que sí, dijo convencido Isidro que siempre estaba de acuerdo con todo menos con el futbol que decía ya no es lo que era antes.

Los jóvenes eran más escépticos y no creían que aquello pudiera pasar realmente.El rastro no se lo pueden llevar de aquí así por las buenas, comentaban. Para ellos el rastro solo era como la punta de iceberg, ellos tenían otras inquietudes que se fraguaban más a la sombra amparados en diferentes asociaciones juveniles como “Manda Huevos” o “Zoes”, desde las cuales organizaban juegos para niños, talleres, y fiestas para el barrio. Unna especie de movimiento cultural que se cocía en el barrio como en una gran olla a presión y daban a conocer cada Domingo gracias al rastro.

Los niños estábamos más confundidos que nadie y lo único que podíamos hacer era agruparnos en los recreos y contarnos lo que en cada casa nuestros padres tenían pensado hacer o decir aquel fatídico día.

El viernes de aquella semana, supongo que por casualidad o por un control más exhaustivo de la zona, como sugería Pelayo el quiosquero entre otros, pasaron por el barrio dos coches de la policía local. Por la mañana pasó el primero y los que lo vieron enseguida lo comentaron, aunque nadie le dio mucha credibilidad. Pero al anochecer paso el segundo y ese sí que casi todos lo vimos. Era un coche patrulla normal y circulaba a una velocidad moderada pero todos nos sentimos observados, como vigilados, presuntos culpables como en una gran partida de Cluedo pero con nosotros haciendo de Srta. Amapola o profesor Pomelo. El sábado siguiente apenas pudimos bajar a la calle salvo para lo imprescindible, el pan y poco más. Durante la comida no se habló palabra alguna y cualquier ruido más alto de lo normal, como el ring-ring del teléfono, aceleraba el pulso. Por la noche nos fuimos pronto a la cama, pues no había nada interesante en la tele como casi todos los sábados, y además, pareciera que se tuviera prisa por llegar al nuevo día. Cuando amaneció el Domingo siguiente estoy seguro de que la mayoría de la gente del barrio ya estaba despierta. Una gran ola de incertidumbre podía palparse con solo asomarse a la ventana. Eran las diez y media de la mañana y no se veía un alma por la calle. No pasaba nadie con churros, ni con el periódico de la mano. Las calles estaban desiertas y tras las cortinas de las casas daba la impresión de haber mil ojos escrutando aquel (más que nunca) barrio del Oeste. Fue de camino a la iglesia cuando atisbamos el primer indicio de vida aquel Domingo. Más familias como la nuestra caminaban hacia misa, aunque eso sí, cabizbajos y sin mediar palabra. Cuando por fin entramos en la iglesia, apenas había sitio. Estaba totalmente abarrotada, no la había visto tan llena desde que hice la primera comunión junto con otros once niños y sus respectivas familias, claro que aquel día nosotros éramos los protagonistas y este Domingo las circunstancias eran muy diferentes. La tensión era latente y la homilía era ininteligible debido al murmullo de la gente que apenas atendía, solo hacían que mirar la hora del reloj.

No sé muy bien si fue el ansia por acabar la misa, o las palabras de despedida del padre Román: la bendición de Dios Todopoderoso, Padre, hijo y Espíritu santo desciendan sobre vosotros, podéis ir en paz. Como si fuéramos caballeros medievales antes de una gran batalla, pero el caso es que todos salimos alentados de la iglesia y nos encaminamos hacia la plazoleta dispuestos a defender lo que para el barrio considerábamos nuestro gran tesoro.

Como peones de una gran partida de ajedrez, bajábamos los niños delante de nuestros padres. Por cualquiera de las calles que daban acceso a la plazuela, caminábamos como un torrente de gente para desembocar en el rastro. Los pocos que no habían ido a misa ese día se iban incorporando a los demás a medida que pasábamos por delante de sus portales sin mediar palabra, todos juntos con una misma angustia, un mismo sentimiento, con una misma pregunta: ¿se habrán llevado el rastro? Un suspiro generalizado se oyó al llegar a la plazuela. Allí estaban como cualquier otro domingo todos los puestos con sus mercaderes a la cabeza. Una mezcla de alivio y alegría nos recorrió el cuerpo, aunque no hacía falta decir nada, bastaba mirar a cualquiera para advertir una sonrisa de complicidad en cada rostro. Paseamos por el rastro poniendo más atención que nunca, aunque los puestos eran exactamente los mismos de siempre. Los vendedores estaban un poco desconcertados, pero contentos sin duda, pues ese día las ventas parecían mucho mayores. Al acabar el paseo nos dirigimos hacia los bares, todo el mundo estaba deseoso de celebrarlo y no era para menos:

¡Nuestro rastro seguía en su sitio!

La gente pedía rondas sin parar, inclusive discutían por pagar, cosa que no había visto yo en toda mi vida en el barrio. Ya se daba por sentado que no pasaría nada, que todo habían sido habladurías y especulaciones, cuando mis ojos no podían creer lo que estaban viendo. Tiré del jersey de mi amigo Torres y sin decir nada le señalé hacia la calle. Un coche de la Policía acababa de aparcar en la plazuela y dos agentes se encaminaban hacia los puestos. Abrimos la puerta del bar y nos postramos delante de ella para intentar averiguar a qué venían aquellos dos “señores”.

“Buenos días” –dijeron con voz autoritaria– “Buenos días agentes” –respondió el joven vendedor de libros–. Lo sentimos pero tenemos una orden municipal por la cual deben ustedes abandonar esta plazuela. El rastro va a ser desalojado de aquí, y deberán pasar ustedes por el ayuntamiento para informarse de la nueva ubicación.

No me dio tiempo de avisar a nadie, cuando me di la vuelta todo el mundo ya estaba en la puerta y habían escuchado perfectamente lo mismo que yo: ¡se llevan el rastro a otra parte!

El vendedor del puesto de libros al que se habían dirigido los policías, aunque desorientado, no puso resistencia alguna y comenzó a recoger el material colocándolo en cajas. No podía creerlo, estaban desalojando el rastro y nadie decía, ni hacía nada. Todos miraban atónitos con la boca abierta a aquellos dos municipales que puesto por puesto iban informando a los vendedores que efectivamente debían marcharse de allí. Los comentarios, bravuconadas y reprimendas que se habían pensado durante la semana no se escuchaban ahora por ninguna parte.

La rabia se apodero de mí, y supongo que fue ese instinto que tienen los niños de hacer las cosas sin pensarlas, el que me hizo salir corriendo hacia los guardias con los brazos en alto, suplicándoles a voces: ¡No por favor! ¡No pueden llevarse el rastro! Mi amigo Torres corrió detrás de mí y sin pensarlo dos veces nos colocamos entre los guardias y los vendedores en actitud desafiante. No recuerdo bien si fue el leve empujón del policía para apartarnos o sus palabras despectivas, pero acto seguido aquellos guardias se vieron acorralados por todo un barrio que les insultaba y amenazaba sin piedad. Retrocedieron como buenamente pudieron hasta que chocaron con una pared.

No había escapatoria, y en sus rostros se veía reflejado a partes iguales la incredulidad y el miedo. Aquello era un motín en toda regla que sin duda no eran capaz de controlar los dos solos, se apreciaba un enorme nerviosismo dentro del tradicional marco del mercadillo de los domingos. Lo único que pudieron hacer fue avisar con una especie de código a la comisaría, mientras intentaban sin éxito calmar a la gente.

Durante unos minutos salían valientes por todos los sitios. Se daban órdenes a diestro y siniestro de lo que debían hacer los vendedores, los niños e incluso a los propios guardias, a los que obligaron a montar en su coche y marchar de allí cuanto antes. Apunto estaban de conseguirlo cuando un ulular estrepitoso de sirenas inundó todo el barrio acallando a todos los que allí nos encontrábamos. De los seis furgones de policía bajaron otros tantos guardias ataviados con cascos, escudos de metacrilato, porras de cuero y escopetas cargadas con pelotas de goma. Supongo que no era la primera vez que intervenían en algo así, pues no dudaron lo más mínimo en disparar o blandir sus porras contra todo aquello que se moviera. Las pelotas de goma comenzaron a surcar el aire por todas las partes, el ruido seco de las porras golpeando cualquier espalda precedía a los alaridos de dolor. La primera fila de policías formaba una gran barrera con sus enormes escudos, desde detrás de ellos otros guardias más altos disparaban sus escopetas o amenazaban con las porras. La gente corría desconcertada para todos los lados. Las madres intentaban poner a salvo a los más pequeños, los jóvenes junto con los padres dudaban entre enfrentarse a los guardias e salir ilesos de aquella batalla campal. Los vendedores intentaban por todos los medios que su material no sufriera ningún percance, al fin y al cabo vivían de ello.

Una pelota pasó a escasos centímetros de mi cara, asustado me escondí detrás de un coche desde donde pude observar como unos policías aporreaban sin piedad a un grupo de jóvenes que intentaban sin suerte poner un ápice de orden y cordura en aquel espectáculo dantesco. Poco a poco el barrio fue retrocediendo y los guardias haciéndose con et control. Fueron unos pocos minutos pero a mí me parecieron interminables. Después ya no quedan recuerdos, solo imágenes, instantáneas que todavía hoy cuando cierro los ojos puedo ver como llegan a mi mente y me golpean una y otra vez. Para algunos jóvenes el día acabó en comisaría, otros tuvieron que terminarlo en el hospital curándose las brechas y las heridas, que apenas les procuraban dolor comparado con lo que acababan de vivir y presenciar: el adiós de nuestro rastro, un proyecto de revitalización del barrio que se había impulsado a lo largo de una década en la matinal del domingo y gozaba de gran tradición dentro de la ciudad. Cuando por fin salí de mi escondite caminé afligido por entre los restos que aquel enfrentamiento había dejado a su paso, cristales rotos, papeleras destartaladas, charcos de sangre, suciedad, pelotas de goma… Llegué hasta la plazuela con lágrimas en los ojos y consciente por primera vez de que ese sería el último día que el rastro vería la luz del sol en nuestro barrio.

Casi veinte años después, apenas queda un bar en la plazuela, y son muy pocos los niños (yo creo que ninguno) que saben de la existencia de aquel rastro que cada domingo nos hacía más llevaderas todas las penas, dificultades y miserias que acechaban nuestras vidas. Hoy el barrio cuenta con varios edificios de pisos modernos, grandes locales y una gran fuente (casi siempre estropeada) en aquella plazuela donde en otros tiempos disfrutamos la última generación que sin duda tuvo alma de barrio».